La mañana estaba soleada, día primoroso y ella se encontraba aburrida, incómoda; no se hallaba a sí misma. Se sentía rara. Pensaba en Lima, en su casa, en su hijo. Extrañaba su cama, la ventana de su dormitorio abierta de par en par con la frescura del día y la brisa del mar entrando junto a la bulla de los automóviles, las bocinas, gritos buscando pasajeros para los autos de servicio publico. Todas esas cosas que desde el amanecer por muchos años la acompañaban, ese ambiente extrañaba. ¿Extrañaría la soledad? -se preguntaba. Tal vez. Quizás extrañaba también la tranquilidad de su refugio, por eso quería estar en su casa, en su cuarto, ver sus programas de televisión, leer los diarios sensacionalistas de romances, adulterios, farándula. También extrañaba a su hijo, atenderlo. Empero, con el pánico que le dan los aviones había viajado interminables horas hasta Miami para ver a sus hijos que hace años viven en esa ciudad. No era caro el precio que había tenido que pagar, pensaba ahora que estaba junto a ellos y veía como no sabían qué hacer para atenderla, no sabían qué darle para alegrarla.
Sin embargo Delia no entendía qué diablo le pasaba por la cabeza, no era su culpa encontrarse indispuesta la mayor parte del tiempo, ella no lo buscaba. Más aún, no entendía las razones de este malestar. Sentía en el pecho una sensación cómo si se hubiera golpeado o hecho un sobre esfuerzo. Por momentos sentía como un hueco en la boca del estómago, a ratos como un bulto que la molestaba. No sabía por qué, no entendía qué le pasaba. ¿Algún presentimiento? Se encontraba bien de salud, justamente antes de viajar se había hecho un chequeo general, porque, -decia-- lo peor sería enfermarse donde la medicina es tan cara y los médicos con todas las maravillas que dicen de ellos, no le inspiraban confianza. Más que médicos, -pensaba- por su aspecto físico, lucen como empresarios, economistas o banqueros. No sabía precisar a qué se debía este arrebato, pero, en conclusión, estaba triste, tenía ganas de llorar y no entendía debido a qué.
Sería tal vez porque ella no soportaba la hipocresía y en los meses que convivió con sus hijos había llegado al convencimiento de que todo en los EEUU era hipocresía. Inmensos televisores de una pared hasta la otra, equipos de sonido, aire acondicionado silenciosos, máquinas que absorven la humedad en el hogar para hacer más placentero el ambiente; tranquilidad sepulcral, abundancia. Su pasión los helados los tenía por doquier... etc, etc… Sin embargo a pesar de la opulencia se sentía presa, conminada. No podía salir a la calle, ni conversar con los vecinos porque esa gente nunca está en sus casa, trabajan todo el día y cuando regresan muertos de cansancio caen rendidos a ver televisión, beber cerveza y dormir. Así es todo el tiempo.
Como los hijos desde niños sabian que su madre gustaba mantener la radio encendida las 24 horas del día, antes de partir al trabajo le dejaban la computadora sintonizada en alguna estación de radio o canal de televisión de su país para que no se aburriera y en otro cuarto sintonizaban canales de televisión en español de los EEUU. Sin embargo la enorme casa para ella se había convertido en una cárcel y no veia la hora de estar nuevamente en Lima. Anotaba la contradiccion: afuera un hermoso día, radiante y con la calor tan fuerte que era una locura salir; no se podía disfrutar el dia, había que contentarse viéndolo desde la prisión.
Pensaba sobre la vida de sus hijos en estas tierras extrañas, había valido la pena que dejaran su país, la casa de los padres, sus costumbres, su familia, su tierra, amigos de la infancia, compañeros de la escuela, los juego de fútbol los fines de semana, dejar todo eso para venir al país más rico del mundo y terminar viviendo solos.
Estaba convencida que por más que sus chicos habían formado familia, por más lindos que fueran los carros que manejaban y hermosas las casas donde vivían, como madre, había observado en sus rostros un halo de incertidumbre, angustia. En parte, -pensaba- ahora son otros y ellos no lo perciben. Notaba en sus palabras, en sus expresiones como si buscaran algo que ella no sabría decir qué, afán, apuro. Esa era la sensación que sus hijos le deban y de ahí no había quien la sacase. Esos pensamientos se le habían metido en la cabeza y ella la tenía bien dura, y por más maravillas que le dijeran de ese país, la espina que se había clavado en su corazón la ahogaba. ¿Por eso quería regresar a Lima..? -se preguntaba. Y reprochaba su egoísmo.
Regresar a Lima y dejar a sus hijos en esa jungla perfectamente mecanizada, electrónica, para luego contar a familia y amistades las cosas suntuosas que los chicos tienen, como viven, qué comen, que hablan otro idioma, que extrañan a su patria, pero, -se apenaba- por nada del mundo pensaban dejar ese país de oportunidades.
Las veces anteriores al regresar a Lima, exageró y hasta inventó una “felicidad” que ahora le resultaba discutible. Hoy se arrepentía de las tonterías que había dicho en aquella oportunidad. En cambio, calló aspectos que ahora le explotaban en la cara y asi misma se recriminaba. Como madre en este último viaje desde el primer momento en el aeropuerto cuando los chicos efusivos se lanzaron a saludarla, notó algo extraño en sus rostros que ella desde ese momento mantuvo en mente todo el tiempo: cada vez que sus hijos reían, ella escrutaba en sus gestos, en sus facciones, en el brillo de sus ojos, en las secuencias de sus expresiones, observa el desenlace de sus labios hasta que las sonrisas finalmente se desdibujaran; trataba de encontrar en los gestos o hasta en las comisuras de las sonrisas, la prueba irrefutable que ella buscaba. Había notado cierta exageración en sus sonrisas, algo postizo, falso, adúltero. Percibió cierto divorcio entre las facciones alegres de sus rostros y el lenguaje corporal de sus movimientos. Algo no funcionaba y a ella no la engañaban. Estas cavilaciones desde entonces habían aumentado, porque no sólo había percibido aquella sensación de desasosiego en sus rostros, la misma característica se dibujaba en sus amigos. Como si les hubieran sacado algo de su personalidad, como aromático café con leche sin azúcar, pensaba. Una sensación parecida sintió con los jardines en ese país: durante las dos primeras semanas cuando en las tardes salían a pasear por la ciudad, disfrutaba mucho contemplando los enormes jardines que están en los exteriores de las casas, uno al lado del otro; y también los que están en medio de las calles, en las bermas y los que bordean las esquinas con abundante palmeras. La limpieza y el orden la impresionó; maravillada comentaba lo ordenado y agradable del paisaje. Pero había algo que le impedía disfrutarlo a plenitud, algo que la atajaba a decir "Qué lindo!" No se atrevía a decir “Que hermosura !” Y, en esos trances, se preguntaba: ¿Por qué me inhibo? Le tomó varias semanas hasta que finalmente descubrió el problema de aquellos jardines pulcros. Por más retocados, ordenados y limpios, lucían tristes.
Cuando estuvo viviendo en casa de uno de ellos recordó unas reflexiones del escritor norteamericano Ernest Hemingway que muy joven ella leyó un domingo en una entrevista en el diario El Comercio, cuando el novelista llegó al Peru a filmar una parte de su película ‘El viejo y el mar’. El novelista en perfecto español habló de las características más marcada de las sociedades estadounidense y latinoamericana. Decía Hemingway que en norteamericana el rasgo más relevante del común de la gente era la hipocresía, la gente es hipócrita con la mayor naturalidad del mundo y casi nadie lo señala ni se inmutan; en cambio la característica más saltante de los latinoamericanos es la envidia. Desde aquel domingo hace muchos años atrás, Delia pensó tanto en esa reflexión que siempre que participaba en una conversación con un norteamericano, acuciosa lo observaba tratando de sorprenderlo infragante en plena hipocresía; lo hacía para cerciorarse de la opinión del autor de ‘Por quien doblan las campanas’, libro que con avidez habia leido para descifrar esas características que ahora cotejaba para reafirmase lo que ella había observado desde el primer momento que arribó a ese país.
Una mañana igual que todos los días observaba desde la ventana el jardín exterior de la casa cuando vio un grupo de patos que se disponían a cruzar la pista; una fila de automóviles se detuvo dándole la preferencia, mientras la pata, una suerte de nodriza, parada en el centro de la pista observaba que los patitos terminaran de cruzar la vía. Un niño con su bicicleta que venía en esa dirección no se percató lo que pasaba delante de los vehículos y golpeó levemente una extremidad de la pata. La puerta del primer vehículo se abrió y una señora mayor salió a socorrer al animalito; de los otros carros hicieron lo mismo, no pasó dos minutos y un carro patrullero llegó haciendo sonar su sirena, estacionó de tal manera que la artería quedó inservible, después vino otro patrullero e hizo lo mismo, después llegó un tercero lo hizo peor y se armó un laberinto hasta que a la media hora un camión de Animal Control llegó con cinco empleados uniformados a socorrer a la pata y a los patitos. Después que el pandemonio terminó, Delia se quedó meditando sobre lo que acababa de presenciar, tenía la mirada perdida en el jardín y ahora descubría.
En efecto, los jardines eran aburridamente verdes. Todo el encanto de la naturaleza cuando no hay colores se desvanece. Limpios, ordenados pero sin gracia, sin la vivacidad y hermosura que le dan las flores, sus colores y diversidad. Ahora entendía porqué cuando le mostraban aquella vastedad verde, aquella pulcritud y orden de las calles y parques, ella por dentro pensaba lo superfluo y exagerado de esta gente. La sensación que ella había experimentado con los jardines era muy parecida a la que veía en la sonrisa de sus hijos, había algo que faltaba o sobraba, pero había algo. Ella se propuso descubrir por qué en el rostro de sus hijos no habían flores, y si las había porqué ella como madre no las percibía y cuál era el factor que lo impedía? Y se preguntó: ¿Habrá algún vínculo entre el estado anímico de la gente con la falta de flores en los jardines gringos…?